Agricultura familiar: una nueva ruralidad

Los pequeños agricultores son claves para la soberanía alimentaria y la democratización de los recursos. Pero muchos dependen de subsidios y migran a las ciudades. Una nueva ley plantea una reparación histórica y se aguarda su reglamentación.

Vanina Lombardi  
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Agencia TSS – Los agricultores familiares proveen una parte significativa de los alimentos que llegan a los consumidores, principalmente en regiones alejadas de los grandes centros urbanos y tienen un rol clave para mantener la soberanía alimentaria nacional. “Genera trabajo digno, ya que ocupa a más del 50 % de los trabajadores permanentes en el sector agrario; permite poblar el territorio, algo que en un mundo muy poblado es una prioridad geopolítica estratégica y que contribuye al desarrollo local; ayuda a cuidar la biodiversidad y el medioambiente; y democratiza la tenencia de los bienes naturales, los ingresos, la riqueza y el poder”, destaca Carlos Carballo, coordinador responsable de la Cátedra libre de soberanía alimentaria de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires (CALISA-FAUBA).

Se estima que la agricultura familiar representa el 66 % de las explotaciones rurales en la Argentina, aunque solo ocupa el 13 % de las tierras explotadas (mientras que la agroindustria se encarga del 34 % de las explotaciones rurales y ocupa el 87 % restante de la superficie).

Este sector comprende a un grupo heterogéneo de pequeños productores que atraviesan distintas realidades, cada uno con sus particularidades y complicaciones propias de su región y tipo de actividad. Pero comparten una problemática que se repite en diversos rincones del territorio argentino: la población rural es cada vez menor, las personas se desplazan a pueblos y ciudades y los campos vacíos quedan en manos de grandes empresarios y grupos económicos.

Los agricultores familiares son un grupo heterogéneo de pequeños productores que atraviesan distintas realidades,
con particularidades y complicaciones propias de cada región y tipo de actividad.

Por eso, “pensar en agricultura familiar sin un marco de políticas públicas distinto es apostar a que se vaya achicando cada vez más la cantidad de productores”, se lamenta Carballo. Y agrega: “Tenemos alrededor de 300.000 productores y hay grandes esfuerzos para retener a poco más de la mitad de ellos, que no se vayan y vendan… El problema es serio. Muchos productores familiares esperan cobrar la asignación universal por hijo para salir a comprar y también compran verduras frescas. Por otro lado, tampoco podemos generalizar y decir que todos los productores familiares no contaminan, puesto que hay provincias adonde el 80 % de la producción de tabaco, por ejemplo, está en manos de productores familiares que usan químicos que contaminan y se están matando”.

De acuerdo a investigaciones basadas en el Censo Nacional Agrario del año 2002 (las últimas estadísticas precisas disponibles), los agricultores familiares podrían diferenciarse en tres tipos de acuerdo a la disponibilidad de recursos con la que cuentan: los de tipo 1, que son los de mayores recursos, representan el 21 % de las explotaciones y un 48 % de la superficie explotada por la agricultura familiar. Les siguen los de tipo 2, que representan el 27 % de las explotaciones y de la superficie explotada. Los de tipo 3 son los de menores recursos, constituyen el 53 % de las explotaciones y ocupan el 25 % de la superficie.

“Si esos datos reflejaran aproximadamente lo que sucede en la realidad, hay unas tres cuartas partes de los productores familiares que están subsistiendo gracias a políticas sociales. Entonces, pensar en políticas para la agricultura familiar en serio implicaría hacer cambios de tipo estructural muy profundos”, considera Carballo y advierte que, de algún modo, “cuando la nueva ley de agricultura familiar, que todavía no está reglamentada, dice que hay que hacer un banco de tierras para adjudicarlas a los productores que las necesitan está reconociendo una situación. Si los plazos implican que vayamos viendo cuáles son las tierras ociosas del Estado para hacer un banco y luego adjudicarlas, entonces los tiempos de ese proceso van a ser muy largos”.

“Pensar en agricultura familiar sin un marco de políticas públicas distinto es apostar a que se vaya achicando cada vez
más la cantidad de productores”, se lamenta Carballo.

El especialista se refiere a la legislación aprobada por unanimidad en el Senado el 19 de diciembre del año pasado, “de reparación histórica de la agricultura familiar para la construcción de una nueva ruralidad en la argentina» (Ley 27.118), con el objetivo de “fortalecer el desarrollo de un sector estratégico para la soberanía alimentaria de nuestro país”, tal como figura en el comunicado del Ministerio de Agricultura, y comenta que la sola denominación de esta reglamentación invita a hacer una reflexión más profunda, puesto que al hablar de “reparación histórica”, reconoce que hay errores cometidos en el pasado que deben ser reparados, y al proponer “la construcción de una nueva ruralidad” hace necesario llamar a la reflexión y el debate sobre qué tipo de modelo agrario existe actualmente en la Argentina y cómo se espera que sea esa “nueva ruralidad” a construir.

Otro interrogante con respecto a este nuevo marco legal, advierte el especialista, es el presupuesto que se le asignaría para lograr el cambio estructural que necesita el sector. “Es una gota de agua. Si se quieren asentar 30.000 familias en el campo en los próximos 10 años se necesitan de 10.000 a 15.000 millones de pesos, poniendo al servicio de eso una estructura del Estado que hay que crear. Son escalas distintas. Si lo queremos hacer en serio, los 1.500 millones de pesos previstos alcanzarían para darle visibilidad al tema, pero no para hacer un cambio sustancial”.

Un cambio en manos del consumidor

“Muchos de nosotros pensamos que el tema agrario no va a ser un tema nacional hasta que los habitantes de la ciudad tomen conciencia de la pésima calidad de su alimentación. Es decir, que los cambios en serio a nivel agrario tienen como requisito previo el conocimiento y el compromiso de los ciudadanos urbanos con su propia alimentación”, destaca Carballo y reitera que la problemática de la soberanía alimentaria en la Argentina pasa claramente por la ciudad: “Vamos a cambiar la forma de producir cuando tengamos conciencia de cómo nos estamos envenenando”.

“Vamos a cambiar la forma de producir cuando tengamos conciencia de cómo nos estamos envenenando”, advierte
Carlos Carballo, coordinador de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de la Facultad de Agronomía de la UBA.

Al respecto, el especialista aclaró que si bien durante los últimos años se han comenzado a hacer visibles los efectos negativos del modelo basado en los cultivos extensivos y el uso excesivo de agroquímicos, y en base a eso hay quienes desde el sector productivo han comenzado a profundizar la difusión y capacitación para implementar buenas prácticas profesionales y mayor responsabilidad social, “daría la impresión de que eso alcanza para amortiguar o atenuar las gravísimas consecuencias cuantificadas del modelo”. Entre otras, el especialista se refiere a la necesidad de leyes claras sobre el arrendamiento de las tierras, el ordenamiento territorial, el uso y conservación de los suelos, el control de las fumigaciones y hasta intervenciones en el comercio exterior.

Todo eso sumado a las acciones que puedan tomarse para generar conciencia entre los consumidores, una tarea que “tampoco es sencilla, y que nosotros desde CALISA estamos convencidos de que pasa por la alimentación. Hay que debatir cómo lograr una alimentación más sana, en base a qué sistemas productivos y con qué tipo de productores. Es un debate no todavía no está instalado en la sociedad argentina”, concluye Carballo.