Patricia Aguirre: “Debemos cambiar nuestra manera de consumir”

En la comida se combinan el gusto con los modos de producción, distribución y consumo, que hoy afectan a la salud y al ambiente. Sobre esas relaciones, y acerca de cómo y por qué avanzar hacia un sistema agroalimentario sostenible, reflexiona el libro Devorando el Planeta, de Patricia Aguirre. En diálogo con TSS, la autora adelanta las ideas y preocupaciones centrales sobre lo que servimos en nuestros platos.

Por Vanina Lombardi  
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Agencia TSS – “Estamos empujando a un cambio sistémico de envergadura. Es una alerta científica, de reconocidos profesionales, que deberíamos tomar con mucha seriedad. Al contrario, lo que hay sobre esta alarma tan importante es silencio”, afirma la doctora en Antropología Patricia Aguirre, que publicó recientemente el libro “Devorando el Planeta”, en el que se refiere a la sinergia entre el sistema alimentario y el sistema económico y político, y analiza cómo sus componentes y relaciones condicionan la manera de comer y han convertido a la alimentación en un factor pre-patológico de base, que condiciona la manera de enfermar y morir.

La autora es investigadora y docente de posgrado en universidades argentinas y extranjeras, y ha dedicado más de 30 años al estudio de este sistema tan complejo. Durante su trayectoria rambién se ha desempeñado en el Ministerio de Salud de Argentina, en la gestión de programas alimentarios, y como consultora en FAO, OMS y UNICEF.

¿Por qué “Devorando el planeta”?

¿Por qué decidí escribirlo? Porque creo que es un libro necesario. Creo que lo hice en defensa propia, porque creo que hay que actuar urgentemente sobre alimentación, ambiente y política, porque lo que está en riesgo es muy grande. Es el colapso ambiental, pero también la extinción de especies y la contaminación, derivadas de esta manera de producir, así como las problemáticas de la pobreza, la desnutrición y el hambre que genera la forma en que hemos elegido distribuir nuestros alimentos y el consumo conspicuo e inducido, que permite mantener la rueda funcionando y que nos está llevando a la enfermedad y a la muerte.

¿Por qué eligió ese título?

Como el consumo alimentario conspicuo lo hacemos con rapidez e irracionalidad, ansiosos, como si quisiéramos acabar con todo, entonces digo que no estamos comiéndonos el planeta, sino que lo estamos devorando. Y creo que la pregunta del libro no es si podemos actuar para detener este proceso deteriorante, sino si estamos a tiempo.

¿En qué consiste ese proceso deteriorante?

Me refiero a que esta manera de producir, distribuir y consumir, no solo alimentos, le está haciendo daño al planeta y nos están haciendo daño como especie. Consumir de esta manera nos hizo más gordos, no nos hizo más felices. Y en el proceso destruimos los hábitats nativos y excluimos a millones de personas, porque hay cerca de 900 millones de desnutridos.

¿Por esa destrucción de hábitats a la que se refiere es que muchos especialistas advierten que fenómenos como los incendios que arrasaron con miles de hectáreas en Corrientes están producidos por este modelo de producción?

– Claro. La alimentación se vincula con el deterioro general de los ecosistemas, con el desmonte, los incendios, las inundaciones y otras grandes y terribles consecuencias de destruir el ambiente nativo para suplantarlo por cultivos comerciales, sin tener en cuenta los servicios ecosistémicos que estos proveen más abajo, no en ese lugar. Es la ilusión de control que tiene nuestra sociedad, de que podemos hacer una pradera adonde había un bosque y poner una sola especie adonde había mil. En vez de ver el sistema, vemos la lógica de la ganancia parcial de esa pequeña parcelita que se interviene. Los costos ecosistémicos no están contemplados en la ecuación, son externalidades que, como dicen los ecologistas, habría que internalizar. Si no tomamos en cuenta los costos y beneficios ecosistémicos del sistema alimentario actuando como sistema, entramos exclusivamente en una economía de mercado, ciega y sorda a los efectos que su extracción produce sobre los ecosistemas, las especies y los humanos.

En su reciente libro, la investigadora se refiere a la sinergia entre el sistema alimentario y el sistema económico y político, y analiza cómo sus componentes y relaciones condicionan la manera de comer y han convertido a la alimentación en un factor pre-patológico de base, que condiciona la manera de enfermar y morir.

¿Cómo se podría revertir este proceso? ¿Deberíamos cambiar hacia una producción más equitativa y diversa?

Sí, y además debemos cambiar nuestra manera de consumir. Estamos consumiendo una gran cantidad de energía y nuestro cuerpo paleolítico está más preparado para la escasez que para la abundancia, por eso la cantidad de enfermedades crónicas no transmisibles, que hasta la pandemia eran las que más preocupaban a los sistemas de salud de las diversas naciones. Se extendió la esperanza de vida pero también aumentan las enfermedades crónicas no transmisibles. Hoy los alimentos son buenos para vender y nosotros necesitamos alimentos buenos para comer. En cuanto hagamos ese salto, en cuanto la lógica de la alimentación sea la alimentación y no la ganancia, creo que vamos a ir por dietas más frugales y más locales.

Para eso se necesitan políticas y regulaciones, como la ley de etiquetado frontal.

La ley de etiquetado frontal fue un pasito pero tendríamos que avanzar mucho más en esa dirección. Necesitamos la actuación institucional, que siempre es más rápida y llega a más cantidad de personas de una manera más eficiente, con una regulación fortísima de la industria agroalimentaria y su publicidad, en la que los nutricionistas y las ciencias ligadas a la alimentación tienen mucho que aportar. Pero también hay que abordarla de manera individual, desde el sujeto, cambiando hábitos de consumo, por uno más responsable y reflexivo.

¿Qué factores o motivos fueron permitiendo o avalando todos estos cambios?

Lo primero es el gambito del hambre. Durante millones de años, el problema fue la escasez, de manera tal que la presencia del hambre fue una constante en la historia de la alimentación humana. En términos de evitarlas, las sociedades hicieron cualquier cosa. Si había que transformar una pradera o un desierto, desviar un río y hacer gigantescas obras hidráulicas, todo estaba ampliamente justificado para aumentar la producción y, por lo tanto, la disponibilidad alimentaria.

Y logrando la disponibilidad se iba a terminar con la escasez y con el hambre…

Claro, pero en el año 1985, al menos estadísticamente, obtuvimos la disponibilidad plena. Ese año, la FAO registró por primera vez que el mundo producía tanta cantidad de energía como la que necesitaban los millones de personas que habitaban el planeta en ese momento. Y ese año hubo 900 millones de desnutridos. Fue una algarabía estadística. La producción siguió creciendo, pero los desnutridos no se redujeron en la misma proporción en que aumentaba la disponibilidad, porque los pobres seguían siendo pobres, África seguía siendo excluida, América Latina seguía teniendo gigantescos bolsones de pobreza y Asia seguía sufriendo hambrunas sistemáticas. Eso sirvió para despertarnos del sueño productivista.

Quedó claro, entonces, que producir más no es suficiente para evitar la escasez.

Sí. Pero no digo que hay que vivir sin industria ni volver al mundo pastoril bucólico del siglo XIX porque así no alimentamos a 7.500 millones de personas. La productividad que se ha logrado con la aplicación de la ciencia a la producción agroalimentaria ha sido enorme y no hay que desestimarla, pero necesitamos ir para adelante con una producción más limpia, como la agroecológica. Tenemos suficiente ciencia como para lograr producción alimentaria sustentable y sostenible. Además, junto con la producción también hay que distribuir de manera equitativa: no todos tienen que comer igual sino que, los que no tienen, tienen que comer más que los que están saciados, eso es equidad. En la Argentina producimos alrededor de 3.100 kilocalorías por persona por día, pero la mayor parte de esa disponibilidad aparente de energía está basada en hidratos, azúcares y grasas, mientras que la producción frutihortícola, que es lo que los nutricionistas recomiendan para tener una dieta saludable, no es suficiente.

Usted propone que es necesario cambiar nuestra manera de producir, para que sea sustentable, saludable y accesible. También tenemos que cambiar nuestra manera de distribuir, para que todos puedan comer, y tenemos que modificar la manera de consumir, en pos de un consumo reflexivo.

Exacto. Estamos comiendo demasiado de muy pocos productos y bastante mal. Hay que abrir el juego, hay que comer menos cantidad y mucha más diversidad. Nuestra alimentación debería ser mucho más frugal, ni vegetariana, ni vegana, ni carnívora. Una alimentación omnívora amplia. Y creo que hay que hay que cocinar, no solo para controlar más el proceso sino también para evitar los aditivos industriales y la cantidad de sustancias exóticas que la industria pone en nuestros alimentos naturales. Todo esto es muy costoso, no solo en dinero, sino también en tiempo del comensal: el proceso de planificación, compra y cocción es agradable y saludable, pero también es costoso.

«Tomamos el derecho a la alimentación exclusivamente como ser alimentado, pero ese derecho tiene tres dimensiones: alimentarse, alimentar a otros y ser alimentados cuando uno no puede, no tiene o no sabe», dice Aguirre.

Cocinar pero no solo las mujeres…

Por supuesto. No estoy condenando a las mujeres a la olla. Ya tuvieron muchos siglos de condena. Yo digo hay que cocinar, no importa quién cocine, que cocine el que quiera y, si es posible, que cocine por placer, no por mandato. La cocina puede ser una fuente de placer, no solo para los cocineros que la eligieron como profesión, sino para todos. Incluso, esperaría que nuestros niños también aprendieran a cocinar. Yo viví en un mundo donde las casas tenían olor a comida, a tostadas, a sopa. Hoy tenemos horror al olor a comida en las casas, incluso, se construyen viviendas como los monoambientes que no tienen cocinas separadas, que están hechos para calentar, no para cocinar. Y creo que tenemos que revertir esa terrible tendencia. Ya que no hay mamás y abuelas que nos enseñan a cocinar. Hay que cocinar en el colegio, aprender a hacerlo y no solo por los nutrientes, sino por el placer de la combinatoria. La cocina es algo creativo.

Y también por la importancia de compartirla…

Exactamente, se ha ido perdiendo la comensalidad, que también hay que recuperar. Somos una especie social y una parte muy importante de nuestra sociabilidad se construye al momento de compartir la comida. Hay una conexión entre los humanos a través de la comida. Por estas malformaciones de la política alimentaria argentina, tomamos el derecho a la alimentación exclusivamente como ser alimentado, pero ese derecho tiene tres dimensiones: alimentarse, alimentar a otros y ser alimentados cuando uno no puede, no tiene o no sabe.

Por el contrario, la industria y el mercado ofrecen porciones individuales e incluso más pequeñas que pueden vender a precios más bajos.

Para la industria es muy gananciosa la porción individual, el producto que se abre y se consume directamente. Vivimos corriendo, queremos comer rápido, y la industria nos sirve en bandeja las condiciones para esta vida poco saludable que llevamos. Pero si queremos vivir mejor, cocinar es una de las cosas que tenemos que hacer. Es cierto que es muy caro en términos de productos y de tiempo, pero la actividad comensal es importante porque en la mesa, en ese espacio que le dediquemos a la cocina y a la comida, se comparte mucho.

Con respecto a la distribución, ¿cómo se podría avanzar hacia formas de repartir la comida de una manera más equitativa?

Hay que cambiar la lógica. El circuito hegemónico de distribución a través de mecanismos de mercado ha sido eficiente en generar mercancías alimentarias, pero parece que llegó a un tope. Hay tres circuitos de distribución en nuestra sociedad: el dominante, que es el de mercado, el de alimentos donados, y el de la comensalidad, que es la reciprocidad adentro de un grupo primario. Podemos hacer crecer esos dos y crear otras formas para el día de mañana. A lo mejor, tenemos que pensar en otros términos, no solo con la lógica de la ganancia sino también con la de la sustentabilidad. El final es abierto.

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