Campo fértil para las ciencias sociales

El rol de las ciencias sociales en el agro es esencial para comprender los procesos productivos y ayudar a facilitar los procesos de cambio y la adopción de tecnologías por parte de los productores, especialmente los más pequeños.

Vanina Lombardi  
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La actividad agrícola y ganadera argentina alberga a una variedad de productores tan amplia como los productos con los que trabajan, y los modos de producción rural implican mucho más que una forma de cultivar, cosechar o criar el ganado, ya que se vinculan con prácticas y costumbres atravesadas por la cultura y la forma de vida de los distintos grupos sociales intervinientes. Por eso, si se quiere actuar sobre estos métodos para potenciarlos o mejorarlos, no alcanza con tener conocimientos sobre plantas, animales, suelos, agroquímicos y maquinarias, sino que también hay que acercarse y conocer las necesidades los productores, que son quienes adoptan modos de trabajar y producir.

“La ciencia social tiene un rol muy importante, tiene que ser rica en participación de muchos actores, muy diversificada y sin generalizaciones simplistas”, advierte Osvaldo Barsky, economista y autor del libro Historia del agro argentino,  y aclara que “el papel de las ciencias sociales es proveer diagnósticos adecuados para que se hagan acciones especificas de alta calidad. Posteriormente, los puentes los hacen las políticas, los funcionarios, los organismos respectivos, las agencias privadas de desarrollo rural, las ONG…”.

El Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) fue creado en 1956, con la idea de “tecnologizar” el campo y mejorar la calidad de vida de quienes se dedicaban a trabajar la tierra y criar ganado.

El camino que recorren las tecnologías desde su desarrollo hasta que llegan a sus destinatarios puede ser tan diverso como la situación particular de cada productor. Algunos podrán acceder de manera más rápida, otros no tanto y hasta habrá quienes se resistan al cambio. Para investigar, desarrollar y transferir nuevas tecnologías al agro es que se fundó el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) en 1956, con la idea de establecer puentes que ayuden a “tecnologizar” el campo y mejorar la calidad de vida de quienes se dedicaban a trabajar la tierra y criar ganado. ¿Cómo? Con investigaciones y a través de las denominadas Agencias de Extensión, que fueron distribuidas en todo el país para poder abarcar la diversidad territorial y las distintas condiciones de producción y de vida de cada eco-región del territorio nacional.

“A diferencia de los organismos norteamericanos, que tenían un modelo de investigación, el INTA nació con estilo local, porque es un organismo de investigación y extensión, que hace las dos tareas al mismo tiempo”, explica Barsky, aunque aclara que en ese momento se entendió a la investigación como una tarea específicamente vinculada con las ciencias agrónomas y veterinarias. Recién a mediados de la década del ‘60 se creó el Instituto de Investigación Económica y Social dentro de este organismo, que por ese entonces ya contaba con más de 200 agencias de extensión que funcionaban como “bocas de información al productor”.

La historia de esta institución fue cambiando junto con los vaivenes políticos y económicos globales. Así, por ejemplo, mientras que en el mundo se iniciaba la denominada revolución verde, en la década del ‘70, la coyuntura política del país fue testigo de un golpe militar que impactó en el mundo agropecuario y en el INTA en particular, donde se vieron afectadas las actividades sociales y de transferencia tecnológica, por ejemplo, dando prioridad a la investigación en ciencias básicas –esto dejó a los productores locales sin la asistencia técnica necesaria- y permitiendo que se establecieran los primeros convenios de vinculación tecnológica con empresas privadas.

El modelo de cambio tecnológico hace que ingresen capitales cada vez más grandes de afuera y que se vayan formando
sectores a su vez más potentes, hasta llegar al modelo de pool de siembra.

Si bien la década del ‘80 y la vuelta de la democracia abrieron nuevas esperanzas y enfoques para abordar la actividad agropecuaria nacional, por entonces la tendencia regional y mundial era reorientar las investigaciones de acuerdo a las necesidades empresarias: avanzaron los acuerdos con capitales privados para comercializar e investigar temas vinculados al agro y, en los ‘90, el INTA sufrió una importante reducción en presupuesto y personal.

Durante ese período, las empresas financieras y de servicios se consolidaron como la tendencia a seguir, en detrimento de la producción nacional, lo que en el campo dejó como resultado una reversión de la participación de productores locales frente a los extranjeros: si en 1994 la proporción de tierra cultivada por los primeros alcanzaba el 67 por ciento y la de los segundos apenas conformaba el 33 por ciento, en 1999 los productores locales comprendían solo el 37 por ciento mientras que los capitales extranjeros habían conquistado el 67 por ciento del suelo.

“El modelo de cambio tecnológico hace que ingresen capitales cada vez más grandes de afuera y que se vayan formando sectores a su vez más potentes, hasta llegar al modelo de pool de siembra, con alquileres de terrenos muy grandes, ya no de 200 sino de 5.000 hectáreas. La propiedad se desconcentra fuertemente en todo este período; entonces, no hay agricultura de grandes propietarios sino de todo tipo de productores: chicos, medianos, grandes, pero por razón del tamaño del capital, no por razón de cuánta tierra tienen”, sintetiza Barsky.

El agro como filosofía de vida

Fue durante esa misma década de 1990 y junto a ese proceso de transformación agraria que los pequeños productores y la denominada agricultura familiar comenzaron a quedar en una posición de desventaja cada vez mayor con respecto al modelo de pool de siembra. Tanto que hasta hay especialistas que afirman que en ese período los pequeños productores pasaron a ocupar un lugar “de asistencia social” dentro del INTA, es decir que dejaron de ser considerados como unidades productivas, quedando así relegados y excluidos del sistema agrario.

El Centro de Investigación y Desarrollo Tecnológico para la Pequeña Agricultura Familiar (CIPAF) fue creado en el año 2005,
con el objetivo de generar y desarrollar tecnologías apropiadas para la agricultura familiar.

Recién con la llegada del nuevo milenio se inició una reorientación en el INTA que, entre otras cuestiones, se propuso atender a aquellos productores que parecían haber quedado en el olvido. Una de las acciones acordes a este objetivo fue la creación del Centro de Investigación y Desarrollo Tecnológico para la Pequeña Agricultura Familiar (CIPAF) en el año 2005, con el objetivo de “generar y desarrollar tecnologías apropiadas para la agricultura familiar, para darles carácter científico o de validación”, según afirma Andrea Maggio, directora de este centro.

La especialista agrega que la creación del CIPAF, además, “pone en evidencia que hacía falta una investigación adecuada y orientada exclusivamente a este sector”. Por eso, desde el surgimiento mismo del centro ya se concebía una fuerte participación de científicos sociales, principalmente antropólogos rurales, sociólogos, comunicadores, abogados y trabajadores sociales. Tal es así que hoy, el 40 por ciento de los profesionales que trabajan en este centro provienen de alguna de esas disciplinas.

“La agricultura familiar requiere de mayor acompañamiento, son procesos más largos, más completos, en los que nosotros como institución, y las redes que generamos, tenemos que poder abordar más etapas del proceso de desarrollo de tecnologías, hasta que lleguen al productor. Tenemos que generar un trabajo colectivo con otras instancias del estado nacional, provincial y local, para que la tecnología llegue lo más definida posible y mejor apropiada al productor”, reflexiona Maggio.

El CIPAF incluye en este grupo de productores a campesinos, feriantes, pescadores artesanales, pequeños productores, chacareros, colonos, minifundistas, puesteros, crianceros, artesanos rurales, pequeños productores hortícolas, frutícolas y florícolas, huerteros urbanos y periurbanos, pueblos originarios y hasta “banquineros”, un nuevo grupo que surgió durante las últimas décadas, producto del avance de la soja que los desplazó de las fincas en las que trabajaban, a vivir literalmente en la banquina.

El 40 por ciento de los profesionales que trabajan en el CIPAF provienen de disciplinas sociales como antropólogos rurales,
sociólogos, comunicadores, abogados y trabajadores sociales.

“La agricultura familiar es una filosofía de vida, un tipo de producción donde la unidad doméstica y la unidad productiva están físicamente integradas y las actividades agropecuarias son un recurso significativo en la estrategia de vida de la familia, que aporta la fracción predominante de la fuerza de trabajo familiar y la producción se dirige tanto al autoconsumo como al mercado”, explica Maggio y agrega que para la investigación en este campo también es importante la formación de otros profesionales que ya trabajan en el INTA, que provienen de otras orientaciones científicas: “No hay posibilidad de transformar la actividad si la gente no se forma en este enfoque que quiere instalar la institución, es un proceso que se va dando como en círculos virtuosos. La formación les da más herramientas y capacidades para afrontar los procesos sociales”.

El productor como protagonista en la investigación

Actualmente, según registros del CIPAF, la agricultura familiar en la Argentina representa el 81 por ciento de los productores del NOA, el 79 por ciento en el NEA, 59 por ciento en la región pampeana, 55 por ciento en Cuyo y 48 por ciento en la Patagonia. Comprende al 53 por ciento de la mano de obra rural pero solamente abarca el 13,5 por ciento de la superficie cultivable, repartida del siguiente modo: 88 por ciento mandioca, 77 por ciento caprinos, 62 por ciento yerba, 49 por ciento porcinos, 41 por ciento hortalizas y 30 por ciento apicultura.

“La ciencia social tiene un rol muy importante, tiene que ser rica en participación de muchos actores, muy diversificada
y sin generalizaciones simplistas”, advierte Osvaldo Barsky, economista y autor del libro Historia del agro argentino.

“Este sector tiene su impronta propia, por eso se definió que la modalidad de investigación predominante sería la de acción participativa –IAP-, que tiene su base en las ciencias sociales”, asegura Maggio y explica que la IAP es una metodología de investigación que consideran como la principal para el desarrollo de los procesos de innovación, “porque pone en un mismo campo de acción al investigador, al extensionista, al productor y a las instituciones locales”.

En este sentido, la especialista destaca la importancia de esta metodología en el proceso de gestión de la innovación, ya que “en general se habla de lo que hace el extensionista disociado del investigador”. Por el contrario, lo que el centro propone es que en ese espacio de la IAP participen todos los actores en igualdad de condiciones. “Después, cada uno sigue haciendo su tarea específica, pero en el momento de la investigación se da un proceso de innovación en la medida en que todos trabajamos con el productor y con los actores locales, para que esa tecnología sea apropiada por ellos”, concluye.