Pablo Lapegna: “Hay una violencia sutil y simbólica contra el campesino”

El sociólogo radicado en Estados Unidos Pablo Lapegna dialogó con Agencia TSS sobre su libro recién publicado en la Argentina, en el que analiza los impactos socioambientales de los agronegocios y cómo los campesinos se agruparon para establecer estrategias de negociación y lucha frente al avance del modelo sojero.

Por Vanina Lombardi  
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Agencia TSS – Antes de recibirse de sociólogo en la Universidad de Buenos Aires, Pablo Lapegna ya se había unido al grupo de estudios rurales que por entonces dirigía Norma Giacarra, adonde comenzó un trabajo de investigación con pequeños productores de Formosa, que comenzaban a sufrir los primeros impactos de las fumigaciones en sus plantaciones agroecológicas y de algodón no transgénico.

En el año 2005, Lapegna se instaló en la Universidad del Estado de Nueva York para hacer un doctorado en Sociología y no abandonó el tema: en el año 2011 presentó su tesis doctoral, que cinco años después se convirtió en la primera versión de un libro al que llamó “La Argentina transgénica, de la resistencia a la adaptación, una etnografía de las poblaciones campesinas”, que fue originalmente publicado en inglés y premiado por la Asociación de Sociología Americana en el año 2017.

Radicado en Estados Unidos, donde es profesor de Sociología y Estudios Latinoamericanos y del Caribe en la Universidad del Estado de Georgia, este investigador visitó la Argentina a fines del mes pasado para presentar la versión en español adaptada y actualizada de esta obra que, según expresa, puede interesarle a cualquier persona que se preocupe por la alimentación, no solo a los productores sino también al consumidor, que desde su compromiso y participación puede estar informado y entender qué le está pasando al campesino. «Si ese sector desaparece, por dinámicas que analizo en el libro, nos quedamos sin nadie que produzca esos alimentos», dice.

¿Por qué cree que su libro despertó tanto interés en Estados Unidos?

Creo que la Argentina interesa como un caso de estudio de las promesas incumplidas y las serias limitaciones de los transgénicos y los agroquímicos, por un lado, pero también sobre cómo mirar a los movimientos sociales cuando desaparecen de la escena pública, qué hacen cuando encuentran obstáculos y dificultades para confrontar. También cuando buscan solucionar sus problemas sin confrontar, sino más bien negociando, participando en políticas públicas o interviniendo en el Estado.

El 24 de julio se presentó en Buenos Aires la versión en español de este libro, que analiza el período desde el año 2003 al 2015. ¿Qué cosas agregó o modificó con respecto al original?

Para volver a publicarlo era necesario actualizar algunas cuestiones, sobre todo por el cambio de gobierno en la Argentina y su reflejo en la política pública agraria. También actualicé cuestiones a nivel global, como la mayor concentración de las corporaciones de la agroalimentación. El ejemplo más claro es que Monsanto fue adquirida por Bayer y muestro cómo los transgénicos son cada vez más cuestionados a nivel global. Además, menciono casos similares a los de Formosa que se están dando con un herbicida llamado Dicamba, en el medio oeste de Estados Unidos, y los juicios que está enfrentando Monsanto por parte de personas que se enfermaron.

«La Argentina interesa como un caso de estudio de las promesas incumplidas y las serias limitaciones de los transgénicos y los agroquímicos, por un lado, pero también sobre cómo mirar a los movimientos sociales», dice Lapegna.

¿Cuáles son los principales cambios que se dan en la Argentina a partir de 2015 y 2016?

Hay cambios y continuidades. Algunas cosas ya venían ocurriendo con el kirchnerismo, como el apoyo a los transgénicos y el modelo agropecuario, pero el Gobierno de Macri deja que los sectores más concentrados del agronegocio manejen la política pública y desmantela la Secretaría de Desarrollo Rural y Agricultura Familiar. La eliminación del Monotributo Social Agrario, por ejemplo, fue una muestra de crueldad. No se puede justificar diciendo que era para reducir el gasto público y marca muy claramente cómo para un sector de la Argentina rural ese otro sector tendría que desaparecer, representa un gasto en términos presupuestarios del Estado y una molestia para cuando se quiere fumigar soja, porque los tienen al lado y se quejan.

Las organizaciones campesinas y de pequeños productores se han estado movilizando de manera más intensa en los últimos años y han logrado llevar sus reclamos y demandas a las ciudades. ¿Qué análisis hace de eso?

Ahí veo una luz de optimismo. Hay un actor que se está movilizando y lo hace en forma original: se reunieron y plantearon una serie de políticas públicas que no solo defienden intereses de ese sector, sino también de la Argentina como productora de alimentos para la población en general, y le está dando a los futuros gobernantes una serie de propuestas para producir alimentos sanos que alimenten a la población y no mercancías para vender al mercado global.

¿Por qué eligió Formosa como ejemplo del agronegocio y no alguna provincia de la región pampeana, adonde se desarrolla la mayor producción sojera?

Hago un paneo general para después ir a lo micro, para entender que esto no es algo que aparece de la nada sino que la soja transgénica en la Argentina cuenta con actores locales, que son los productores argentinos, y cómo eso impacta en territorios concretos. Ahí entra Formosa y la política pública, y cómo ésta se relaciona con los movimientos sociales. Trato de analizar cómo los actores subordinados del campo en ese lugar específico en 2003 resistieron, confrontaron y protestaron, y cómo pasaron de la protesta a la negociación y adaptación a ese contexto desfavorable.

¿Cómo resultaron ese impacto y esa relación con las políticas públicas, esas confrontaciones y negociaciones?

Durante el kircherismo, los movimientos sociales populares entraron en una situación bastante paradójica: por un lado lo apoyaban, por afinidades ideológicas y hasta afectivas que pueden tener que ver con el peronismo, pero al mismo tiempo veían que el Gobierno estaba profundizando el modelo basado en la soja transgénica y los agronegocios. Por ejemplo, el mismo gobierno que por un lado los reconocía como productores familiares y creaba áreas de políticas públicas como la Secretaría de Desarrollo Rural y la Agricultura Familiar, era el mismo que negociaba con gobernadores como Gildo Insfrán (Formosa) o José Luis Gioja (San Juan), que son garantes locales del extractivismo.

«El campesinado de Formosa, similar al de Chaco, es un sector social que nació y creció de la mano de la producción del algodón», explica Lapegna.

¿Cómo fue variando históricamente el sector de pequeños productores formoseños?

El campesinado de Formosa, similar al de Chaco, es un sector social que nació y creció de la mano de la producción del algodón, que empezó en la Argentina en los años 30 y fue muy fuerte también con Perón. Con la desregulación de los 90 dejó de ser rentable y se reconvirtieron en productores agroecológicos de hortalizas y verduras para vender en el pueblo. Lo hacen con el apoyo del Estado pero por iniciativa propia, y tienen un proceso muy interesante de innovación productiva y social desde abajo. Eso es lo que la entrada fuerte de la soja transgénica viene a dificultar y no les permite seguir, porque las fumigaciones les matan sus cultivos. En paralelo, ellos siguen con el algodón.

Pero el algodón también se fumiga…

A eso iba, el glifosato y el 2.4D, que son herbicidas que se usan en la producción de soja, no solo destruyen las verduras que vendían en la feria franca, sino también el algodón que producían en el año 2003. Además, eso erosiona la confianza que tenían los consumidores en cuanto a la calidad de los alimentos. Así que los destruyen en múltiples niveles, y lo que yo analizo en cuanto a procesos de adaptación es cómo el Gobierno provincial empezó a promocionar el algodón transgénico.

¿Cómo lo hizo?

A través de un acuerdo con Monsanto, que compró una semillera local y empezó a promocionar el algodón resistente al glifosato, con la colaboración y el apoyo del Gobierno provincial, que les dió una serie de posibilidades a los campesinos, como garantizarles la compra de la cosecha. Eso fue en el año 2009, en las mismas comunidades que habían salido a protestar en el año 2003. Ellos se dan cuenta de las limitaciones de eso, pero también eran conscientes de los riesgos del algodón desregulado, que no sabían si lo iban a vender ni a qué precio.

¿Qué tipos de productores son los que ingresan la soja a la provincia?

Los productores de soja vienen de otras provincias. En las comunidades que estudié, había un grupo de productores medios y familiares de Santa Fe que buscaban expandirse, el precio del arrendamiento les convenía y eran bastantes respetuosos de la gente local. El otro grupo era una unidad transitoria de empresas de algunos productores salteños asociados con abogados y gente del agronegocio, que eran mucho menos respetuosos de la gente local. El ejemplo que siempre doy es que pasaban en sus camionetas sin bajar la velocidad y muchas veces mataban a las gallinas de los pequeños productores.

En el libro analiza y da cuenta de ese maltrato a los pequeños productores y sus consecuencias…

Sí, hago un paneo de los casos de desalojos más difundidos, como el de Miguel Galván en Santiago del Estero, en el que hay una violencia directa, física y letal, pero lo que muestro con el caso de Formosa es que también hay una violencia mucho más sutil:  se le dice al pequeño productor o campesino que no existe a nivel socioeconómico, porque supuestamente no aporta nada, y que tampoco importa como persona. Esa violencia simbólica y esa negación del campesinado se manifiesta en las elites provinciales, en funcionarios y terratenientes que niegan la contaminación, que la gente está teniendo problemas de salud o incluso culpándolos, diciéndoles que los problemas en la piel son producto de que no se bañan. Ese maltrato, en parte, los empuja a protestar y a salir a la ruta en el año 2003. Hay una cuestión de daño económico, pero también una furia alimentada por esta negación de su problema y por la falta de respeto hacia ellos como personas.

«La transformación de estos productores campesinos, de pasar de producir el algodón a los alimentos para vender en mercados locales, es una innovación productiva y social que no reconocemos», sostiene el investigador.

¿Qué ocurrió en el año 2009 para que estas organizaciones sociales tomasen una actitud diferente?

Se da un reconocimiento del sector que los hace ver que podían conseguir más cosas negociando con el Gobierno, participando en programas e involucrándose con esas agencias, como el Foro Nacional de Agricultura Familiar, la Secretaría de Desarrollo Rural y Agricultura Familiar, y a través de una serie de políticas públicas agro rurales, en lugar de salir a confrontar y protestar, por todo lo que eso significa a nivel de desgaste e incluso de ser maltratados por los mismos formoseños.

¿Por qué ese maltrato? ¿Por dónde pasan los intereses de gobernantes y elites locales?

Hay cuestiones comerciales, de negocios, pero también hay una ideología muy fuerte, en el sentido de que, por un lado, está muy marcada esa aceptación acrítica de los transgénicos como sinónimo del progreso y, por otro lado, hay una cuestión de clases y hasta de racismo frente a los campesinos. Vi eso en situaciones específicas en Formosa, pero creo que se da a nivel país en el discurso «somos la soja, el progreso, el futuro y la innovación». En cambio, ustedes, los campesinos, son el retraso. Eso no es cierto. Por ejemplo, la transformación de estos productores campesinos, de pasar de producir el algodón a los alimentos para vender en mercados locales, es una innovación productiva y social que no reconocemos.

¿Qué rol tuvo el sector de ciencia y la tecnología en esta disputa?

Eso lo analizo a través de controversias que se dieron con la Comisión Nacional de Investigación sobre Agroquímicos (CNIA), que se armó alrededor del año 2009 para investigar sobre su impacto. Hay que mirar cómo ciertas acciones cambian de una escala local a una nacional. Hubo un informe publicado por el investigador de campo que fue a Formosa, que señaló y documentó los problemas, y marcaba que había que buscar soluciones más profundas y de largo plazo. Pero en la CNIA el lenguaje es muy similar al que usan los promotores del agronegocio, se invita al sector de ciencia y tecnología a formar parte de las discusiones y el entonces ministro, Lino Barañao, salía en los medios a decir que el glifosato se puede tomar como si fuera agua. Si comparamos con el Gobierno actual, la situación del sector de ciencia y tecnología está peor. Pero eso no significa que antes no hubiese una mirada muy productivista sobre la cuestión agraria, dando por cierto otro gran mito: que tenemos que alimentar al mundo porque el aumento de la población lo demanda. La pregunta es por qué la forma en que producimos esos supuestos alimentos genera al mismo tiempo hambre y obesidad. Paradójicamente, la gente que vive en los mismos territorios donde se producen los alimentos, muchas veces pasa hambre.

¿Qué políticas públicas pueden ayudar a revertir esta situación?

Una orientación de políticas públicas que para mí hay que tomar tiene que ver con escuchar a los pequeños productores y que se redistribuyan las relaciones de poder. Crear una ley o un ministerio está bien y ayuda, pero para transformar las políticas en una realidad es necesario que la gente en esos territorios se pueda movilizar y participar activamente en su implementación.

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