El próximo cambio presidencial desafía a la comunidad científico-tecnológica a ir más allá del rol desempeñado hasta el momento y a asumirse como un actor político con un compromiso social más activo. Por Carlos de la Vega
Luego de diciembre, por primera vez desde el 25 de mayo de 2003, un Kirchner no estará al frente de la Presidencia de la Nación. Estos doce años que siguieron a la mayor crisis política, social y económica del país fueron también excepcionales en términos de recuperación de las capacidades productivas y distributivas de Argentina; y entre las cuestiones para destacar de este tiempo está el hecho de que nunca antes la inversión en ciencia y tecnología (CyT) fue tan alta, situación motorizada y liderada por el Poder Ejecutivo nacional.
El 19 de febrero de 2015 Diego Hurtado publicaba en este mismo medio una nota titulada. “Elecciones 2015: ¿la ciencia no se toca?”, en donde problematizaba la continuidad del estatus actual de la ciencia y la tecnología en un nuevo gobierno e identificaba algunos de los logros alcanzados en los últimos años en esta materia. Entre las cuestiones destacadas se mencionaba la emergencia de una nueva cultura en los ámbitos científicos y tecnológicos argentinos dispuesta a cuestionar y superar lo que él denomina el “universalismo científico”, el cual podría caracterizarse como la práctica de la comunidad científica local de legitimar su hacer por el grado de repercusión de sus resultados en comunidades similares extranjeras, principalmente a través del recurso de publicar papers en revistas foráneas, despreocupándose de la utilidad concreta de esas investigaciones para la sociedad a la que pertenecen sus miembros y que, en definitiva, es la que financia con su esfuerzo, a través del Estado, esas actividades.
La construcción del poder social
La cuestión de la nueva cultura en CyT a la que hacía referencia Hurtado remite al rol político que posee el conocimiento en las sociedades contemporáneas y a los actores, colectivos o individuales, que hacen esto posible. Uno de los rasgos distintivos de la modernidad avanzada en la que vivimos es el hecho de que el saber científico-tecnológico se ha convertido en una de las fuentes más importantes de generación de poder social.
Ahora bien, un conjunto de prácticas, como es la producción de este tipo de saberes, no se vuelve una fuente de poder sin un actor que sea su sujeto y protagonista. Ese actor son los hombres y mujeres y, sobre todo, las comunidades, las organizaciones e instituciones que ellos crean y desde donde se ejerce el poder social. En el caso de las prácticas científicas-tecnológicas, el actor al que nos referimos debería ser la propia comunidad de expertos que desde su actividad profesional específica conforma un particular espacio de influencia social. Usamos el “debería” porque en el mundo muchas veces no son los científicos o los tecnólogos quienes ejercen el poder que le otorgan sus saberes, sino que son otros actores sociales, como las grandes corporaciones económicas y los Estados, los que instrumentan para sus propósitos el poder que brinda el conocimiento.
En los países en vías de desarrollo, con fuertes dependencias, el problema de quién detenta el poder del saber científico-tecnológico pasa por una instancia previa a los dilemas que aquejan al mundo desarrollado. En las naciones atrasadas lo que se precisa es una transformación social y cultural que ineludiblemente tiene como uno de sus ejes principales el cambio de la matriz productiva. Y para ello es indispensable la construcción de un circuito de generación de CyT al servicio de la sociedad.
En nuestro país la iniciativa y el coraje transformador, que incluye la jerarquización de lo científico-tecnológico como un pilar de la construcción del bienestar social, provino del poder político a través del Estado. Más allá de éste, el panorama no ha sido muy alentador. Ni las grandes empresas privadas, ni el sector agropecuario, o los sindicatos, entre otros actores, han exhibido una determinación valiente y generosa para acompañar este intento de superar el subdesarrollo. En la casi totalidad de estos casos, los actores sociales aludidos se encuentran inmersos en lógicas de acumulación de beneficios propios que soslayan la preocupación por el cambio cualitativo positivo de la sociedad y su sistema productivo. Incluso en el universo político, sólo una parte muy específica y acotada del mismo ha liderado y sostenido el esfuerzo de transformación que mencionamos. La actual campaña presidencial en curso tuvo algunos episodios memorables, por lo preocupante, de la hostilidad explícita hacia el desarrollo tecnológico propio protagonizado por dos de los principales candidatos a la Presidencia –Mauricio Macri y Sergio Massa–, a raíz del lanzamiento del ARSAT-1.
Las malas costumbres
En este contexto surge la cuestión acerca de cuál debe ser el rol de la comunidad científico-tecnológica. Éste ha sido uno de los grupos sociales más favorecidos por las políticas del actual gobierno y de su inmediato antecesor, y en estos años consiguió materializar muchas de sus reivindicaciones históricas. Sin embargo, no aparece como un actor colectivo dispuesto a defender lo alcanzado y demandando su profundización, aún cuando algunas de las opciones políticas que se postulan para las próximas elecciones presidenciales plantean modelos de país sin lugar para el “saber cómo” generador de valor. Esta afirmación no pretende desconocer a los científicos o académicos que, individualmente o reunidos en grupos puntuales, militan a favor de los logros alcanzados y por las cuestiones pendientes, pero lo que está faltando es un actor colectivo masivo que pueda disputar con los otros actores sociales consolidados el sentido y la orientación de la política.
Ahora bien, para que la comunidad de CyT argentina pueda asumir un rol político adecuado, previamente debe superar algunos de sus males históricos. El “universalismo científico” al que hacía referencia Hurtado, es uno de ellos. Esta actitud tiene una larga tradición profundamente entreverada con una concepción de país simultáneamente elitista y subordinada a los poderes mundiales de turno, en donde la actividad científica era entendida como ornamento de las clases acomodadas, pero que de ninguna manera debía emplearse como una herramienta de transformación social. Este paradigma tuvo derivaciones dramáticas, como la férrea oposición de gran parte de la comunidad académica y científica nacional a los planes de desarrollo del primer y segundo peronismo.
Otro problema grave, muy arraigado especialmente en ciertos círculos elitistas de las llamadas “ciencias duras”, es el menosprecio por el conocimiento aplicado y el desarrollo tecnológico. Este es un prejuicio que ha llegado a condicionar la forma de trabajo de instituciones enteras y cuya influencia puede rastrearse en las dificultades que ha encontrado en el seno del CONICET la incorporación de los desarrollos tecnológicos como una variable de evaluación en la carrera del investigador, o en las vicisitudes que ha padecido la creación de la carrera del tecnólogo.
La transformación del paradigma de CyT para que se constituya en una herramienta del cambio social y productivo implica, asimismo, sacar a muchos científicos de la comodidad de sus gabinetes y de los circuitos de validación a través de publicaciones, que aunque meritocráticos, se encuentran bastante alejados de las luchas a las que están sometidos el resto de los mortales en sus vidas cotidianas para asegurarse el sustento o prosperar.
Increíblemente, la bonanza económica del mundo CyT a veces es contraproducente para incentivar el cambio en quienes prefieren ser egoístamente conservadores. No es raro encontrar investigadores, incluso jóvenes, que ante la oferta de realizar trabajos de desarrollo tecnológico o transferencias hacia empresas responden que prefieren no hacerlo porque ya están “hechos” con la remuneración que reciben de CONICET más algún cargo académico que puedan tener en una universidad.
La comunidad científico-tecnológica como actor político
La comunidad de CyT nacional se alimenta principalmente de recursos públicos provistos por el conjunto de la sociedad a través del Estado. Por muy brillante y decidido que sea un gobierno, no puede transformar un país sin actores de la sociedad civil que lo acompañen. De modo similar a como los organismos de derechos humanos fueron un pilar ineludible para edificar una política de Estado de largo aliento sobre este tema, es necesario que la comunidad científico-tecnológica se movilice para ganarse un espacio político nítido en el campo de fuerzas que moldea a la Argentina contemporánea. Ese espacio no debe ser disputado para mera autosatisfacción de los propios intereses, sino como un servicio, como una devolución a la sociedad que posibilita con sus recursos la existencia y el desenvolvimiento de esa comunidad. De lo contrario se reproducirá el comportamiento corporativo de la mayoría de los otros actores sociales poderosos, responsables del atraso secular del país.
La consolidación del desarrollo nacional requiere de una política científico-tecnológica que pueda trascender a los gobernantes que la impulsaron en un momento determinado, superando las cuestiones pendientes. Pero para que esa ciencia y esa tecnología puedan cumplir con su rol específico en la mejora de la sociedad argentina tienen que estar profundamente vinculadas a la resolución de los problemas concretos de ésta, lo que no implica abandonar el abordaje de las grandes cuestiones de la “ciencia universal”, sino ponderar los esfuerzos con sentido de la responsabilidad social.
En este camino, la cabal comprensión por parte de los miembros de la comunidad científico-tecnológica de que deben ser ellos mismos constructores responsables y solidarios del poder, es una tarea necesaria y urgente. Un mandato de mayoría de edad, en donde una actividad concebida originalmente casi como práctica privada se asume como una misión en pos del bienestar de la totalidad.
03 ago 2015
Temas: Papers, Universalismo científico; Comunidad científica