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Agencia TSS – La firma de un acuerdo para establecer megafactorías de cerdos en la Argentina para exportar carne a China generó temores, críticas y el rechazo de diversos sectores de la sociedad: organizaciones civiles, ambientalistas, académicos e incluso productores se oponen a la implementación de este tipo de establecimientos industriales y cuestionan el modelo de desarrollo que lo sustenta.

“Cuando entraron los transgénicos a la Argentina no teníamos información porque era el primer país después de Estados Unidos que aceptaba introducirlos. Con la producción industrial de cerdos, ya hay experiencias en muchos lugares y trabajos que evidencian lo que genera en la salud. Para empezar, ni más ni menos que una pandemia como la que estamos viviendo, después de haber transitado, en apenas lo que va del siglo XXI, otras situaciones similares en términos de comunicaciones de microorganismos, a partir de la destrucción que los modelos de producción hacen en los territorios naturales”, le dijo a TSS Damián Verzeñassi, director del Instituto de Salud Socioambiental (ISS) de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario (FMC-UNR), y uno de los autores de un informe técnico que elaboraron desde ese instituto, junto a colegas del Centro de Investigaciones del Medio Ambiente de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de La Plata (FCE-UNLP). En el documento se sistematiza información científica disponible con el objetivo de que las comunidades puedan fortalecer sus luchas, ya que entienden a la salud como “el ejercicio de un derecho a luchar por una vida digna y como una condición esencial para la libertad”.

Según esa revisión bibliográfica –que volcaron en un libro de divulgación y que esperan hacer llegar en versión papel a distintos referentes políticos, de relaciones exteriores y de áreas como salud, ambiente y producción–, los megaemprendimientos porcinos no solo requieren una gran cantidad de agua, sino que además generan el ingreso de contaminantes que afectan su calidad general y, en algunos casos, como cuando se trata de hormonas y antibióticos, afectan la biodiversidad y la salud humana. Asimismo, la contaminación en zonas cercanas a las instalaciones de producción exponen a la población a enfermedades zoonóticas como diarreas infecciosas o leptospirosis, así como a padecimientos asociados a la contaminación por nitratos, como hipotiroidismo, cáncer colorrectal, abortos y malformaciones.

“El informe tiene que servir como herramienta para que los pueblos se nutran de informaciones científicas y los decisores no puedan seguir justificando desconocimiento o imposibilidad de acceso a información respecto de lo que significan sus actos”, dijo Verzeñassi, y destacó que una de los datos más llamativos que detectaron están vinculados a los malos olores y la contaminación del aire: la presencia de material particulado respirable y gases tóxicos ha sido asociada a una amplia gama de afecciones respiratorias, como crisis asmáticas, rinitis, bronquitis y tos nocturna. Además, los malos olores pueden provocar desde alteraciones del estado de ánimo e imposibilidad de realizar tareas cotidianas hasta estrés ambiental, relacionado a largo plazo con aumento de la tensión arterial, alteraciones de la inmunidad, dolores de cabeza y decaimiento.

“En general, se minimiza el impacto del olor pero en realidad genera daños muy importantes en la salud humana, no solo desde el punto de vista de la conducta y el estado de ánimo, sino también desde el punto de vista fisiológico, porque esa inestabilidad sostenida en el tiempo genera alteraciones que terminan impactando fuertemente en los organismos”, agregó Verzeñassi, que es médico legalista, y advirtió que lo que más le impactó vinculado con la calidad del aire en las cercanías de estos establecimientos productivos fue el registro de datos científicos que detectaron microorganismos resistentes a antibióticos originados en esos criaderos hasta a cuatro kilómetros de distancia de los espacios de cría de animales con estas metodologías.

La cría industrial de ganado es uno de los principales responsables de la resistencia antimicrobiana (RAM) que hay a nivel internacional. Se estima que del 75 al 85 por ciento del total de los antibióticos que se producen se usan en la cría intensiva de animales, y no es casual que entre el material de difusión que distribuyó la Organización Panamericana de la Salud (OPS) durante la Semana Mundial de Concienciación sobre el Uso de los Antibióticos, que este año se desarrolló del 18 al 24 de noviembre, haya una infografría sobre el rol de los veterinarios, que toma como referencia, justamente, a la producción porcina.

Al respecto, en una conferencia de prensa con periodistas científicos organizada por el Ministerio de Salud, se mostró una diapositiva en la cual se detalla el porcentaje de resistencia a Escherichia Coli (responsable del síndrome urémico hemolítico, entre otras enfermedades) en 2017, según datos de SENASA. En comparación con la producción vacuna y aviar, la porcina fue la que registró mayor resistencia a dos antibióticos, tetraciclina y ampicilina.

El informe elaborado por el Instituto de Salud Socioambiental detalla que, para 2013, en China se comercializó un total de 162.000 toneladas de antibióticos, de los cuales el 52% fueron destinados a producción animal, y advierte que la utilización indiscriminada de antibióticos que demanda este modelo de cría intensiva lo convierte “en una verdadera fábrica de bacterias con resistencia antimicrobiana”, que altera procesos ecosistémicos fundamentales.

“Esta modalidad de cría intensiva presenta potencial pandémico, ya que produce alteraciones en los nichos de los vectores, los huéspedes y los patógenos”, se puede leer en el documento. Como ejemplo, basta tener en cuenta la experiencia de China, que es el principal productor y consumidor mundial de carne porcina, y que ahora impulsa la producción fuera de su territorio. A mediados de 2018, una epidemia de peste porcina africana obligó a ese país a sacrificar a más de un 20% de la población de cerdos. “Estos modelos no son una buena inversión para el país, solo basta incorporar los costos en la atención de la salud de las personas que se enferman por este modelo de producción, los costos para limpiar los territorios afectados y contaminados, y los costos que tiene el desarraigo de las personas que terminan transformándose en refugiados ambientales, porque sus territorios son arrasados por el extractivismo”, sostuvo Verzeñassi.

Tierras de sacrificio

La noticia sobre la existencia de un memorándum de entendimiento entre la Argentina y China que esbozaba una posible inversión a ocho años de 200 granjas tecnificadas se “filtró” en los medios en junio y se confirmó en julio. A partir de este acuerdo, el país produciría nueve millones de toneladas de carne de cerdo anuales para abastecer las necesidades del gigante asiático, lo que implicaría multiplicar 14 veces la producción actual (el total de carne porcina producida en el país en 2019 fue de 629.714 toneladas, resultante de faenar 6.854.854 animales).

Tras las múltiples declaraciones en contra de este proyecto, el discurso oficial se modificó: el total de cerdos distribuidos en 25 instalaciones sería de nueve millones, que equivaldrían a una producción de 900.000 toneladas de carne porcina. La firma del acuerdo se pospuso y ya no se habla de un acuerdo nacional impulsado por Cancillería, sino que ahora son las provincias las están avanzando con la firma de acuerdos de manera independiente, tal como lo hizo Chaco a fines de octubre. De todos modos, el desarrollo de un “complejo porcino” impulsado desde Cancillería y el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca, “que permitirá a nuestro país pasar a exportar 2.500 millones de dólares anuales en cuatro años”, aparece explicitado en un documento del Ministerio de Desarrollo Productivo.

El el documento se justifica esta política en la necesidad de incrementar las exportaciones durante la pospandemia pero no se hace mención a otros modos de producción alternativos a la creación de una veintena de grandes establecimientos porcinos “llave en mano”, que tengan en cuenta las características, demandas y sugerencias del sector productivo local.

En la Argentina, los grandes productores de carne porcina representan el 1% de los establecimientos, cuentan con el 30% del stock total de reproductoras y aplican el sistema de producción intensiva en confinamiento (aún así, solo unos pocos tienen hasta 7000 reproductoras por granja, por lo que instalar grandes factorías integradas con 12.000 reproductoras cada una implicaría casi duplicar la escala de confinamiento). Otro 2,5% de los establecimientos está representado por productores medianos, que tienen entre 51 y 100 reproductoras porcinas, concentran el 14% de la población total de reproductoras del país y suelen utilizar técnicas mixtas, que combinan la cría a campo y en confinamiento.

La pequeña producción, en cambio, representa el 96,5 % del total de los establecimientos (que, según SENASA, totalizaban 81.308 en 2017), con un promedio inferior a 10 reproductoras, y una dotación equivalente al 55,6% de la población total de reproductoras. Producen para el consumo y autoconsumo in situ, realizan cría tradicional a campo y conforman un amplio y valioso sector cuyas lógicas sintetizan la agricultura familiar y la economía social y solidaria, potencialmente estratégicas para la reconversión agrodiversa y justa, tal como lo describe en un artículo de divulgación otro grupo interdisciplinario de investigadores del CONICET y otras instituciones públicas. Esos pequeños productores son los actores más vulnerables de la cadena, ya que muchos de ellos poseen explotaciones con límites imprecisos (no regularizadas) y se encuentran desprotegidos frente a eventuales procesos de desalojo o desterritorialización. Sobre este punto, la experiencia de la introducción de la soja transgénica también puede ser reveladora: según el último censo agropecuario, desde que se instaló ese modelo hasta el año 2018 desapareció un productor cada dos horas en la Argentina.

En las megafactorías de cerdos los trabajadores también se vuelven más vulnerables. Según la revisión bibliográfica elaborada por el Instituto de Salud Socioambiental, se estima que en los establecimientos pequeños o artesanales los trabajadores suelen dedicar 10 horas semanales a la atención de las instalaciones y el resto del tiempo a trabajar los cultivos y otras tareas de agricultura. En cambio, en producciones a gran escala, los trabajadores transcurren 40 horas o más por semana en las instalaciones, quedando más expuestos a riesgos para la salud. De hecho, entre ellos se han registrado hasta un 25% más de problemas respiratorios, así como mayor prevalencia de fatiga crónica y dolores musculares y articulares.

“Al comparar ambos modos de producción, lo que vimos es que en los establecimientos industriales de crianza intensiva de cerdos hay una sobrecarga laboral que genera una patología pulmonar específica que no aparece en los trabajadores de los criaderos artesanales, y un aumento de la prevalencia de la cantidad de casos de enfermedades respiratorias entre los trabajadores de este tipo de criaderos industriales, así como de sus familias”, afirmó Verzeñassi.